viernes, 14 de agosto de 2020

LA ETERNA JUVENTUD DE ADRIANA

 LA ETERNA JUVENTUD DE ADRIANA

Dibujo de Adriana Nuñez del Prado Taborga. 
Fuente: De la Tradición Paceña, Paredes Candia Antonio.



Por Oscar Cordova Sanchez

Aquel domingo de marzo de 1946, después de muchos días apareció el sol para alumbrar nuestras calles y plazas en la hoyada paceña. La gente empezaba a llenar los cines, las iglesias y los niños varios centros educativos con mayor entusiasmo. Mientras tanto, en la casa antigua de pisos, ubicada en la calle Yanacocha próxima a la esquina de la calle Sucre, una mujer, a punto de salir a la calle, empieza a buscar en su ropero la ropa que usaría para demostrar la moda que todos se perdían por miedo a la vergüenza y al glamour que ella desprendía cada vez que salía. 

Había muchos atuendos para escoger dentro de su ropero, en especial los vestidos que había comprado durante años con los ahorros que tenía guardados.

Un par de guantes que le llegaba a los codos, un sombrero ancho, un vestido negro que le llegaba a la rodilla haciendo ver su cintura como la de una avispa, un par de tacones y paraguas. Estaba ya lista para presumir su estética. 

Adriana estaba con la indumentaria ya puesta y sólo faltaría mostrar la belleza en su rostro. Un poco de polvo blanquecino, unos cuantos rayones en sus cejas para que se vean prominentes y mucho color en sus párpados superiores. 

Además, ella siempre ponía sus labios de color rojo muy hipnotizador, esperando a cualquier galán que los cambie de color, si en su caminata pasará alguno. Su familia, Nuñez del Prado, fomentaba el talento de Adriana y a su corta edad le dió la manera de enfrentar a la ciudad cada día de su vida. Ella había aprendido a tocar el piano y leer las notas magistralmente, el talento era único, cualquier vecino en su calle distinguía las notas que Adriana iba tocando. Con el pasar del tiempo, sería la fuente de trabajo enseñando a niños, niñas y jóvenes el instrumento que dominaba, esperando que sus estudiantes a futuro presenten piezas musicales en grandes teatros. 

Mientras sale de su casa y cierra su puerta, su mente se ve abducida y es controlada por la belleza, elegancia y soberbia. Cambia de actitud, se pone en frenesí y pierde la cordura como si algún mago hiciera un truco de magia y cambie la mentalidad de Adriana. 

Dirigiéndose a la plaza Murillo por esas calles angostas y resbalosas, muchas mujeres al verla, se alejan de ella demostrando un respeto por Adriana, mientras ella les dice, con tono elevado y salvaje: "¡Birlochas feas!" En cambio los hombres al verla sienten una atracción extraña. Adriana les manda piropos, halagos e incluso se dirige a un joven cadete para declararle su amor. Este solamente sonríe y no le toma atención, mientras demuestra su uniforme hacia jovencitas universitarias. Llegando a una banca de la plaza Murillo, abre su paraguas que tiene tres funciones: protegerse del sol, protegerse de la lluvia y protegerse de los chiquillos. Estos, varias veces, al verla, la ven y le llaman por el nombre que el populacho tiempo atrás le pondría y llamaría a Adriana durante la mitad de su vida y pasaría a la posteridad: ¡Tía Nuñez! 

Al sentarse en una banca con vista a la Catedral y al Palacio de Gobierno, se detiene a mirar a su alrededor a toda la muchedumbre que pasa; en ese momento observa detenidamente a una pareja joven de enamorados y empieza en su mente a recordar ese vacío que no lograba tener: una pareja, y acto seguido se levanta para insultar a la pareja y retirarse a su casa que estaba a dos cuadras de la Plaza. 

Su domingo había sido arruinado por las memorias que alguna vez tuvo con su antiguo enamorado. Recuerda, mientras abre la puerta, los dichos del populacho que había inventado sobre su pasado: que era loca, que se había caído por un suicido frustrado, que el abandono de su novio en el altar la volvió así y demás barbaridades que Adriana logró olvidar limpiando sus lágrimas de su rostro para que su mamá no la viera. Sacándose el atuendo de ese día, saluda a sus primas y sobrinas, que estaban de visita en su casa aquel domingo. 

Era de repente que cambiaba toda esa altanería que le caracterizaba en la calle unos minutos antes, a ser la mujer de clase, educada y amable. Una de sus sobrinas, se acerca y le dice que están en una cena con su mamá que solamente ella conoció a la incomprensible Adriana. 

Mientras se dirige a la cocina, ve a su familia y la silla que le habían reservado. Al terminar la cena y despedirse de los invitados, Adriana, con paso lento sube a su cuarto mientras piensa que nuevo y exótico atuendo lucirá al día siguiente. 

Mientras ordena las notas de piano para sus alumnos, trata de olvidar totalmente lo que pasó hoy al ver esa pareja de enamorados; viéndose en el espejo su cara, brazos, manos y su piel se hacía arrugada y seca, mientras se limpia para sacar su maquillaje de ese día, ella mentalmente estaba cansada por años continuar con la rutina diaria. Eliminando el incidente de hoy y pensando en la salud de su anciana madre que por esos momentos estaba declinando, se propone no olvidar los años que le acompaña y que ella sólo entiende. Cansada y de sueño, logra dormir. Duerme con la costumbre de ser parte esencial de su barrio, la denominación de "Tía Núñez" hacia de ella orgullosa, además que sabía la historia de varios vecinos y destacados personajes políticos que pasaron por la casa de Adriana. Así y todo, La Paz tenía a su primera dama. 

Después de un tiempo la gente extrañada por su ausencia, notaron que Adriana se había ido de este mundo. Muchos de sus vecinos, alegaron que seguía viva: el sonido vibrante del piano de Adriana seguia escuchandose. 

Hasta el día de hoy, nuevos vecinos afirman que continúan escuchando la notas de un piano escuchado desde la nueva instalación que el Servicio Departamental de Gestión Social (SEDEGES) ocupa el antiguo hogar de Adriana.

Cada día, Adriana Núñez del Prado, enfrentó varias cosas: la incomodidad de la gente, el machismo de la población, las burlas, las risas y más que nada la soledad. Sí, esa soledad que en su reemplazo la acompañó sólo su belleza exuberante hasta sus últimos días. Muchos cantantes, actrices, pintores, escritores evocan la figura de Adriana; en memoria de su autenticidad y eterna belleza con el que pasó a la posteridad y con el nombre que todos por primera vez escuchamos de ella: La Tía Nuñez.

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